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miércoles, 18 de marzo de 2015

Estampa de primavera

Había geranios florecidos...
Francisco Gil Craviotto



     Recuerdo que, mientras estábamos en la capilla, en los soporíferos rosarios y novenarios de todas las tardes o en el víacrucis de los viernes, se oía a intervalos el griterío de los vencejos que sobrevolaban el patio del colegio cazando insectos.




      Cuando yo era niño vivía en un pueblo de la Alpujarra y la primavera, año tras año, era un auténtico derroche de flores y perfumes.
      Comenzaba siempre con la floración de los almendros, seguían los habares, naranjos, cinamomos, jazmines, cerezos, azucenas… Y terminaba con las últimas flores de las celindas. Toda una delicia para la vista y el olfato. A medida que avanzaban los días las tardes se iban haciendo más largas y soleadas y, hacia finales de marzo, comenzaban a llegar los primeros vencejos y golondrinas. Era agradable la vida, y aquellas tardes soleadas invitaban al paseo y la excursión por los campos verdeantes, sembrados de trigos y cebadas, aquí y allá salpicados de enrojecidas amapolas y amarillentos jaramagos.
      Cuando a poco de cumplir los once años, entré en el internado de Almería una de las carencias que, después de la ausencia de libertad, más lamenté fue comprobar que en el colegio, para desgracia nuestra, no había primavera. ¿Cómo iba a entrar allí la primavera si el patio central estaba todo cubierto de cemento y el otro patio, el de los recreos, estaba más pateado y trillado que una parva? ¿Qué podía crecer y florecer allí dentro? Nada, absolutamente nada. Con todo, recuerdo que, mientras estábamos en la capilla, en los soporíferos rosarios y novenarios de todas las tardes o en el víacrucis de los viernes, se oía a intervalos el griterío de los vencejos que sobrevolaban el patio del colegio cazando insectos. Era, junto el aumento de las horas de sol y moscas, el único atisbo de que había llegado la primavera. Oyéndolos yo los envidiaba. Hubiera querido ser pájaro, uno de esos vencejos o golondrinas que pasaban volando y piando, para ser libre y no tener que rezar el rosario, ni tener que confesar, ni cantar todos los días “El Cara al Sol” brazo en alto. Pero sólo era un niño, un niño interno en un colegio de frailes, al que tan sólo le quedaba la libertad de la imaginación, lo único que no habían podido robarme los frailes y, por más que lo deseara, jamás podría convertirme en vencejo ni golondrina.
      Unos años antes y otros después, pero siempre a finales de marzo o abril, llegaban las vacaciones de Semana Santa. Un pequeño alivio para descansar y reponer fuerzas. Cuando volvía a mi pueblo la primavera estaba en todo su apogeo. El campo verde, con los trigos que aún no habían comenzado a espigar, los almendros, ya sin flores, pero verdes y cargados de allozas. Había geranios florecidos en casi todas las ventanas y balcones y el aire estaba cargado del aroma de las plantas silvestres que florecían en los cerros y lomas que rodean el pueblo. Era una delicia ver a las chicas que, al atardecer, salían a pasear por la Calle Real o la Plaza o ir al campo a buscar hinojos, espárragos silvestres y collejas; pero esa delicia siempre se me iba de las manos en seguida. La semana santa era la semana más corta de todas las semanas del año. Al menos eso me parecía a mí. Había que volver al internado, otra vez las misas, los rosarios, las clases. Otra vez la ausencia de todo cuerpo femenino. Otra vez los senos, cosenos, hipotenusas y la madre que los parió. Lo peor era que, como yo empezaba ya a entrar en la adolescencia y sentía la llamada de la naturaleza, cada vez que oía al fraile la palabra seno, olvidándome de las matemáticas, mi imaginación echaba volar y se paraba en los otros senos, los auténticos, los de Lolita, María, Carmen…
      La verdad es que el matemático que tuvo la peregrina idea de colocarle a tal operación el muy sugeridor nombre de “seno” acertó por completo: es, en medio del enorme erial de números, ángulos, líneas y quebrados de los tratados matemáticos, la única palabra dulce y agradable. En la escuela de mi pueblo, aún incluimos los chicos otra todavía más erótica y sugerente: en cuanto el maestro nos pasaba a la enciclopedia, lo primero que todo el mundo hacía era ir a la parte de geometría, buscar la palabra “cono” y colocar sobre la castísima n, la pecadora tilde que la convertía en ñ. ¡Esa eñe que distingue nuestra lengua de todas las demás lenguas del mundo, también distinguía la figura geométrica de la otra palabra que nosotros queríamos evocar. Yo entonces era muy creyente –idiotamente creyente- y nunca me atreví a colocar la tilde sobre la n, no por falta de ganas, sino porque siempre me decía lo mismo: “¿Y si la dichosa tilde me cuesta pasarme toda la eternidad en el infierno?”. Mi enciclopedia debió morir virgen como una monja de clausura. Pero eso era en la escuela de mi pueblo, en el colegio no había nadie que se le ocurriese tal temeridad. No quiero pensar la que se hubiera armado si en alguno de los registros que hacían los frailes, siempre buscando fotos de artistas de cine o cartas de amor, alguno hubiese dado en el libro de geometría con tal provocación.
      Por suerte para nosotros el último trimestre era el más corto de todos. Prácticamente solo comprendía mayo y veinte y dos días de junio, el último ni siquiera completo. Sin embargo, aunque todo el mundo se marchaba el veintidós de junio a sus casas, a nuestros padres los frailes siempre les cobraban hasta el treinta. Hubo más de un osado que, entre bromas y veras, preguntó a los frailes cómo podía ser que un colegio tan cristiano robase a nuestros padres nada menos que ocho días de internado, que, sumados a las vacaciones de Navidad y Semana Santa, que también las cobraban como si estuviéramos dentro del colegio, sumaban más o menos el importe de un mes. La respuesta de los frailes siempre era la misma: se trataba de cantidades muy pequeñas para nosotros, pero, sumadas unas con otras, muy importantes para el colegio, que le permitían comprar material, hacer obras y ayudar a las misiones. Éramos niños y nos bastaban esta sarta de mentiras y verdades a medias para dar por buena la respuesta. Pero los frailes eran muy cucos y a continuación de la explicación, siempre añadían: “Claro que, si hay alguno que no quiere regalar al colegio la semana que queda de junio, no tiene más que quedarse aquí hasta el día treinta”. Sabían muy bien que nadie iba a aceptar semejante opción.
      Cuando llegábamos a casa ya era verano. Otra vez el terruño, otra vez la libertad, otra vez la dicha de estar en el mundo.

Oía el griterío de los vencejos







Este artículo se publicó en el "Faro de Ceuta" el pasado día 15 de marzo.


jueves, 12 de marzo de 2015

Julio Alfredo Egea



Francisco Gil Craviotto 


     Julio Alfredo Egea (Chirivel, Almería, 4 de agosto 1926) se halla tan vinculado a Granada, que más de un crítico lo ha incluido entre los poetas de nuestra ciudad. Este agradable equívoco quizás proceda de la circunstancia de que fue en Granada donde estudió, tanto el bachillerato como después Derecho, y de que también fue aquí donde aparecieron sus primeras publicaciones.

      La primera de todas, un homenaje a García Lorca en la revista Sendas, todo un alarde de valentía en una época en la que sólo pronunciar el nombre de Federico podía traer graves consecuencias. Algunos años después, exactamente el año 1956, publicó su primer libro, Ancla enamorada, en la imprenta Román Camacho de Granada. En 1960, justo cuatro años después, publica en la Colección Veleta al Sur, recién creada por los poetas José García Ladrón de Guevara y Rafael Guillén, su segundo poemario, La Calle, uno de sus libros más hermosos e inolvidables. De esa época, o acaso un poco después, proceden estos versos de Rafael Guillén en los que lo retrata así:

Tiene lluviosos los ojos de contemplar los campos; caídos ojos turbios de cazador de sueños.
Cuando otea los valles donde el poema crece, cruzan por su mirada bandadas de perdices.

Termina el poema con estos conmovedores versos:

Es bueno y es mi amigo. Como el agua en los surcos, como el sol que traspasa los granos aventados.
Yo sé que donde ponga sus pies y su palabra
Irá dejando a España como recién parida.

      Todo esto, (más otros pormenores, como su libro sobre las plazas y placetas de Granada, "Plazas para el recuerdo", 1984, en el que no voy a entrar), hace que Julio Alfredo Egea, sin dejar de ser almeriense, también sea granadino y que sus libros y éxitos literarios, que son muchos, desde siempre los consideremos como nuestros.

      Pero Julio Alfredo Egea también se halla muy vinculado a Ceuta. Allí recibió uno de sus premios más apreciados y allí ofreció a los ceutíes uno de sus recitales más inolvidables. Por eso me ha parecido de interés traer a las páginas de El FARO este inmenso poeta almeriense.

     El último acontecimiento editorial que le afecta ha sido la publicación de sus Obras Completas por el Instituto de Estudios Almerienses, una institución que, desde hace años, viene desarrollando una gran labor en pro de la cultura de la ciudad y provincia. Cuatro tomos, indispensables en toda biblioteca que quiera estar al día en poesía española, especialmente andaluza, del siglo XX y XXI. Los dos primeros están dedicados a la poesía y los dos últimos a la prosa. Ante la imposibilidad de poder hablar aquí de los cuatro tomos, me voy a limitar a comentar el último de ellos, el IV, que es también el más breve: sólo 440 páginas, frente a los otros que andan por las setecientas, incluso el tomo segundo llega a las mil doscientas cincuenta páginas.

Julio Alfredo con Elena Martín Vivaldi,
Ladrón de Guevara y otros
      Este tomo IV se abre con el libro "Mi tierra, mi gente" que nuestro autor, después de recorrer la capital y toda la provincia de Almería, publicó en 1992. Una auténtica hazaña y, para nosotros, una delicia. Una delicia lo mismo para el lector que ya conoce la ciudad y los pueblos que el poeta nos va describiendo, como para el que los descubre por primera vez. Julio Alfredo sabe unir en un híbrido maravilloso, periodismo viajero y prosa poética. El resultado es una filigrana llena de arte y hermosura en la que tampoco faltan, aquí, allá y acullá, los dardos contra las atrocidades que el hombre, metido a aprendiz de brujo, tan a menudo comete contra la naturaleza y el paisaje. Valga de ejemplo su comentario sobre esos pésimos políticos que nos desgobiernan y a veces, cuando se sienten desastrosamente ecologistas y, para corregir a la madre natura, no se les ocurre nada mejor que introducir el jabalí, animal salvaje que lo mismo destroza los campos de cultivo de los campesinos que los nidos de las perdices.
     
     Llama poderosamente la atención el amor con que el poeta viajero nos describe los pueblos pequeños, esos pueblos cuyos nombres ni siquiera habíamos oído y que sin embargo son auténticas joyas ocultas en la inmensidad de la naturaleza, que él nos va descubriendo página a página. Líjar, Albanchez, Cóbdar, Monteagud, Somontín, Benizalón, Bacares, Antas, Rágol, Almócita... ¿Le suenan al lector de algo? ¿Los ha visto alguna vez en un mapa? Seguro que no. Sin embargo todos ellos tienen un paisaje y unas gentes que, al encontrarlos en el libro de Julio Alfredo, inmediatamente suscitan el deseo del viaje. Si tuviéramos que sacar una moraleja de este primer libro del tomo IV, necesariamente tendría que ser ésta: ¿Por qué viajar lejos cuando tenemos cerca de casa tanta maravilla que desconocemos?

      Otra virtud de este libro es la enorme cultura que el poeta viajero va derrochando en sus estampas pueblerinas. Se hace evidente sobre todo en las citas –cada una en su lugar y momento oportuno- y la rememoración de anécdotas, esas anécdotas que, como diría Unamuno, tejen la intrahistoria de nuestros pueblos. Todo ello contado siempre con una deliciosa amenidad no exenta de sencillez. Valga de ejemplo de ese buen hablar y escribir este fragmento, que es a la vez anécdota y cita –cita de una carta de Juana de Ibarbourou-, sobre el origen del nombre de su pueblo, Chirivel:

Nombre misterioso el de mi pueblo... ¿Qué significa? Dijeron amigos erudito-imaginativos: "bello encinar", "valle de la seda". Un obispo, que vino a confirmar, arrimando el ascua a su sardina, dijo que significaba "beso de Dios" Y Juana de Ibarbourou, la poetisa americana, para no darle más vueltas al asunto, aseguró que Chirivel era, indudablemente, el nombre de un pájaro exótico, soñado, inexistente.

      Otro nombre que también ha llamado la atención de los poetas es Cantoria. De él dijo Gerardo Diego que era el nombre de pueblo más musical y cantarín que conocía.

      Las estampas viajeras ocupan aproximadamente la mitad del mencionado tomo IV de las Obras Completas de nuestro escritor. La otra mitad, titulada "El Alma, por el camino de los encuentros", la integran retratos de escritores que Julio Alfredo ha conocido, conferencias, pregones, lecturas, discursos y otras hierbas menores que completan el libro. De todas estas páginas me quedo con la dedicada a Celia Viñas. No resisto la tentación de la cita:

El regalo espiritual mayor que puede recibir una ciudad lo recibió Almería con la llegada de Celia, la llegada seguida con la integración total en la ciudad, y de la sembradura permanente de su ser prodigioso y de su estilo de vida en alumnos y vecinos; en cierto modo Almería fue de "otra manera" a partir de Celia y el tiempo ha demostrado la perennidad de su huella. (....) Celia, síntesis de ternura y fortaleza, hecha para el Sur, con la gracia y la espontaneidad de un amanecer marino, repartiendo por el manadero de sus versos guiños de sol y golpes de mar...

      Este libro, que tiene mucho de joya para todo amante de la lectura, ha dejado sin embargo en tierra al alumno dilecto de Celia y mejor novelista que hasta ahora ha dado Almería: Agustín Gómez Arcos, nacido en Enix el 15 de enero de 1933 y fallecido en París el 20 de marzo de 1998. Ni una palabra sobre él y su inmensa obra (dos veces premio Lope de Vega en España y dos veces finalista del Goncourt de Francia) en toda esta segunda parte del libro. En la primera parte sí aparece, aunque muy de pasada, cuando el poeta viajero visita Enix:

Esta villa dio un literato, Agustín Gómez Arcos, que alejado por vientos de exilio, desarrolló su labor en Francia, consiguiendo en escenarios parisinos éxitos teatrales.
Tres líneas, nada más, para el mejor novelista de Almería. Una vez más se cumple el refrán: "quien fue a Sevilla perdió su silla"

      No quiero terminar este comentario sin aludir, aunque sea muy de pasada, a un aspecto de la obra de Julio Alfredo Egea poco estudiado por la crítica: la vinculación de nuestro autor con las bellas artes, pintura, escultura, música, fotografía y cine. No incluyo la arquitectura porque, como todos sabemos, ha dejado de ser arte para quedarse en simple técnica; a veces, cuando al arquitecto se le llena la casa de goteras, ni eso. En este aspecto le recomiendo al lector muy especialmente las páginas que Julio Alfredo dedica a Jesús Perceval, el pintor que sacó la pintura almeriense del ostracismo y, en cierta manera, la hizo universal.


Este artículo se ha publicado en el "Faro de Ceuta", el pasado día 8 de marzo

miércoles, 11 de marzo de 2015

El pillatrapos


Paco Alcázar



Es posible que la mayoría de los que lean este artículo no sepan de qué va, aunque sean alpujarreños como yo. Habría que descartar a los jóvenes y buscar entre los mayores algún despistado, algún raro cazador de palabras en desuso o apegado al terruño. “¡Qué barbaridad! Hay gente pa tó” como dicen que dijo el Guerra, (el torero, no el político), cuando, en una conversación informal, le preguntó al filósofo Ortega y Gasset a qué se dedicaba y éste le contesto: Soy catedrático de Metafísica. ¡Toma ya! (Corren numerosas versiones que cambian protagonistas y hechos. Vaya usted a saber).

Pillatrapos, querido paisano, es la palabra que usamos algunos para designar el popular utensilio casero con el que sujetamos, o sea, pillamos, la ropa colgada de una cuerda o alambre. Lo que todo el mundo entiende, incluida la Real Academia de la Lengua, por pinza de la ropa. Pinza es el genérico de un variado grupo de objetos que tienen en común servir para sujetar un objeto a la manera de como lo hacemos con los dedos índice y pulgar, con los que guarda cierto parecido. Y nada más. En el quirófano se usan las pinzas y en el aseo personal cuando nos depilamos, son pinzas pero no pillatrapos.

Creo que debería haber un nombre para cada tipo de pinzas. Una palabra a ser posible de fácil comprensión, directa, expresiva, que vaya al grano de lo que quiere decir y no se ande por las ramas. Pillatrapos, o pillatrapo, que en esto no están todos acordes, cumple con solvencia las anteriores notas, todas pertinentes. Aunque sirva para “pillar” otras cosas, lo usamos normalmente para los trapos. No los coge, los ase, los agarra, sino los pilla en una acción simple y directa, antes de darse cuenta, el trapo queda preso, pillado. Hay en el verbo pillar un plus de sorpresa e inmediatez, de algo inevitable. “Te pillé” decimos de alguien cuando lo cogemos “in franganti” sin escapatoria posible. Así queda el trapo: ya sea una pretenciosa camisa, un sutil camisón, una deslumbrante sábana, unos baqueteados calzoncillos (creo que ahora los llaman slip), la sufrida jarapa o un insignificante calcetín… todos atrapados, o sea, pillados.

Otra cualidad del utilísimo artilugio es su facilidad de manejo. Nos lo venden en la tienda sin engorrosas instrucciones de uso, tampoco trae anejas contraindicaciones y advertencias. Dos piezas de madera con alguna ranura para encajar un pequeño muelle: eso es todo. Un mecanismo tan sencillo que no suele averiarse. Rara vez, muy rara vez, y porque lo hemos forzado, pueden desencajarse sus dos piezas. Con un poco de maña, en unos segundos las hemos vuelto a ensamblar poniendo el muelle en su sitio. No tiene fecha de caducidad. Nunca supe de un muelle que perdiera su fuerza, ni siquiera de que oxidara en condiciones adversas, aguantando a la intemperie las inclemencias del tiempo en todas las estaciones.

Hay objetos que fueron diseñados para durar años, lustros, décadas… y el pillatrapos es, sin duda, uno de ellos. No conozco a su inventor y bien que lo siento. En toda mi vida, ya bastante crecida, he visto muchas innovaciones de consideración. Pues bien, es prácticamente imposible mejorarlo. Últimamente los supermercados y tiendas de todo a cien ofrecen algunos que sustituyen la madera dignamente sobria y lisa por débiles piezas de plástico multicolor. Los pillatrapos modernos, al cabo de un par de años si no antes, se decoloran o se parten a la menor presión. Una pena. Estos pillatrapos de pega son la vergüenza de la familia, el descrédito de unos leales servidores. Hasta el muelle parece que se oxida con más facilidad. Son de quita y pon, de sociedad de consumo. También salen otros al mercado, todo ellos de hojalatería, con lacitos y mariposas pintadas, mas propios para sujetar el pelo que para colgar la ropa. A estos últimos se les podría aplicar el nombre neutral de pinzas, incluso de pinzas de la ropa, pero pillatrapos no. Un respeto al pillatrapos de madera, el de toda la vida.

Naturalmente, como el avisado lector habrá considerado ya, el pillatrapo sirve también para otros menesteres. Por ejemplo, en la cocina lo vemos cerrando los envases de comida no perecedera: macarrones, arroz, lentejas… Una pinza higiénica y fiable. También en trabajos manuales hay quienes, utilizando como materia prima sus piezas de madera, consiguen útiles y bellos objetos. Todo depende de que el artesano le eche imaginación al trabajo. Llegado el caso, podemos disponer al momento de una cuña excelente para nivelar las patas de una mesa o ajustar el astil del mancaje. (Este párrafo resultaría excesivamente largo. Invito al lector a que lo complete de su propia cosecha).

Quisiera ahora centrarme en la palabra en sí, pues el objeto, llamémosle de una u otra manera, es de sobra conocido así como su versatilidad. Me interesa más la voz pillatrapos; me parece más práctica y bonita que pinzas de la ropa. Una palabra en vez de cuatro. No abundan las palabras compuestas en nuestra lengua que gusta más de la derivación, propia de las lenguas romances o derivadas del latín, pero tampoco escasean. Sin salirnos del ámbito doméstico al que pertenece la palabra en cuestión, tenemos abrelatas, sacacorchos, sacapuntas, (sacamantecas se mueve en otro campo semántico), guardapolvos, cascanueces, portalámparas, posavasos, quitamanchas, friegasuelos, lavavajillas, salvamanteles, cuentagotas…Todas con idéntica estructura: verbo (3ª persona del presente de indicativo) más sustantivo (generalmente en plural, aunque a veces se usa el singular: cubrecama).

¿Por qué no usar la palabra pillatrapos entre sus compañeras de fatiga que, al contrario que ella, gozan de perfecta salud y aceptación? Retomo lo que apunté al principio: pillatrapos es una palabra poco o nada conocida según mi limitada experiencia; tampoco en el ámbito alpujarreño. Sólo sé que en mi pueblo, Cádiar, antes la usábamos con toda naturalidad. Jugábamos con los pillatrapos cuando la infancia suplía, a veces con ventaja y a fuerza de imaginación, los innúmeros artilugios de ahora. Los recuerdo guardados en una bolsa de trapo o, mejor aún, colgados del tendedero como si de pequeños insectívoros se tratara; una representación en miniatura de aquellos cables del tendido eléctrico, ornados con ruidosos vencejos, golondrinas e, incluso, gorriones.

Sobre su supervivencia (de la palabra, no del objeto) albergo serias dudas. Lo más probable es que desaparezca en un par generaciones. Tal vez no le quede ni el consuelo de dormitar en algún repertorio de voces en desuso, que algún paciente lexicólogo haya tenido a bien incorporar. La RAE ha acogido, generosa ella, la voz culamen en la 23ª edición; pillatrapos, no; pillatrapos es voz de paletos. La RAE es así, muy moderna e universal.

-Pero, hombre de Dios. ¡Cómo se le ocurre perder el tiempo, y hacérnoslo perder a los demás, hablando de pillatrapos, o pinzas de la ropa, o como se diga, que me ya está liando a mí también, cuando hay asuntos que nos preocupan a todos? Por ejemplo: la crisis económica, la destrucción de la naturaleza… ¿Cómo se atreve a hablar de los pillatrapos habiendo tanta injusticia en el mundo?

-Usted dispense. Será porque estoy jubilado y chocheo. Me siento incapaz de disertar sobre esos grandes problemas sociales. Otros lo harán mejor que un pobre servidor. ¡Digo! La crisis de esto o de lo otro, la ecología… Casi prefiero la filosofía de don José. Aunque me quede en ayunas.

-Bueno, bueno... Nunca pensé que pudiera haber una “metafísica del pillatrapos”.

-No se extrañe, buena mujer. Una vez leí este titular de prensa: “Hay que impulsar la cultura del transporte y renovar la filosofía de la carga y descarga”. Y le aseguro que no lo firmaba José Ortega y Gasset.

-En fin, los hay que no tienen arreglo.

lunes, 2 de marzo de 2015

Henri Bosco







Francisco Gil Craviotto


Henri Bosco, el escritor francés, está emparentado con el fundador de los salesianos, San Juan Bosco. Nuestro escritor, hijo del tenor Bosco, nace en Avignon en 1888. Tras una juventud marcada por la I Guerra Mundial, se dedicó a la enseñanza, comenzando sus publicaciones en los años veinte. Falleció en 1976. Tenía 88 años.

De la numerosa producción de Henri Bosco -más de treinta títulos, he tomado el libro “L ́enfant et la rivière”. (El niño y el río). Una mezcla de recuerdos de infancia, canto a la naturaleza y continuado lirismo. Una auténtica joya para los gustadores de este tipo de literatura. Los vagabundeos de un niño por las inmediaciones de un río nos van abriendo la puerta de un escondido paraíso. Con inteligencia el autor calla el nombre del río, con lo cual este canto se convierte en el homenaje y canto a todos los ríos. Desde el comienzo la llamada de la naturaleza, a través de la insinuante vereda, seduce y atrapa al lector. Traduzco:
“Los pequeños caminos me atraían especialmente. “¡Ven! ¿Me dejas que te lleve algunos pasos más allá? La primera curva no queda muy lejos. Te puedes parar junto aquellos majuelos”. Estas llamadas me hacían perder la cabeza. Una vez lanzado por estos senderos que serpenteaban entre setos cargados de pájaros y
bayas azules, ¿podía yo pararme? “

El camino lleva al río y el río, con todo su acompañamiento –árboles, pájaros, insectos flores y, al anochecer, estrellas--, desde el comienzo, se convierte en la encarnación de todo lo bello y cargado de misterio. Un instante de escalofrío recorre el libro:
“Sentí miedo. El lugar estaba solitario y salvaje. Se oía el rugir de las aguas. ¿Quién andaba en la ensenada oculta, en esta playa secreta? En frente, la isla continuaba silenciosa. Su aspecto parecía amenazante. Yo me sentía solo, débil, expuesto. Pero no podía marcharme. Una fuerza misteriosa me retenía en esta soledad...”

¿Habrá necesidad de algo más para atrapar al lector? Gracias a una barca abandonada el protagonista logra llegar hasta la isla. Pero, ay, la falta de pericia del niño hace que ésta termine destrozada. ¿Tendrá que quedarse para siempre en la isla?
“Salté a tierra y lloré. Fue entonces cuando comprendí mi situación: doscientos metros de agua profunda me separaban de mi ribera, la ribera de las tierras habitadas,”

Pasan las horas y llega la noche. Una noche inmensa que se refleja misteriosa en la profundidad de las aguas. El niño encuentra a otro niño y ambos, comienzan a vivir la aventura más importante de sus vidas. Tras la noche, luce la aurora de
un nuevo día. Ninguno de los dos sabe las sorpresas que el amanecer les va a traer.
“Cuando abrí los ojos la aurora se insinuaba. Primero vi el cielo. Un cielo gris y malva y sólo sobre el filo de una nube muy alta, aparecía un poco rosa. El viento tejía, más arriba aún, otras nubes...

Una hermosa descripción del río en el inicio de la mañana, cuando con las primeras luces del amanecer, se va despertando toda la naturaleza: flores, pájaros, ranas, insectos... Páginas cargadas de amor a la tierra y a todos sus pobladores. Hay momentos que el relato rezuma un panteísmo que recuerda a
nuestro Juan Ramón Jiménez.

Me quedo con este delicioso nocturno.
“Multitud de ranas croaban salvajemente. No lejos de nosotros, cantaba una dulce tribu de sapos. Por todas partes, plantas y aguas, ríos y árboles, a la caída de la noche, se animaban de una vida confusa y misteriosa. Un pato chapoteaba entre los juncos; una lechuza maullaba en un álamo negro; un tejón excavaba en
un matorral..."

Un mundo maravilloso vedado al hombre del asfalto. Honor y gloria al escritor que ha sabido cantarlo como nadie. Lamentable que no esté traducido al español.


Este artículo se ha publicado en el "Faro de Ceuta", el pasado día 22 de febrero.