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sábado, 16 de abril de 2016

“OTRO CATORCE DE ABRIL” por Francisco Gil Craviotto








“Con las primeras hojas de los chopos y las últimas flores de los almendros, la Primavera traía a nuestra República de la mano. La naturaleza y la historia parecían fundirse en una clara leyenda anticipada o en un romance infantil”. -Antonio Machado.

Todos los años el 14 de abril nos viene a la memoria el mismo tema: la malograda República, que vino tal día como hoy de 1931 y cinco años después se nos fue en un gran baño de sangre. Había llegado con la máxima legalidad –unas simples y anodinas elecciones municipales convertidas en plebiscito por el pueblo, y sin que se hubiese derramado una sola gota de sangre -, y se la llevaron unos generales felones, azuzados por la Iglesia, los banqueros y los grandes terratenientes. Mientras en una y otra zona moría la flor de la juventud española, en la parte dominada por los rebeldes, curas, obispos y cardenales, bendecían fusiles y cañones y paseaban bajo palio al dictador de las manos rojas. Tan rojas que jamás logró lavarse de tanta derramada.

Hoy, al echar la vista atrás, produce estupor contemplar todo lo que aquellos hombres realizaron en tan sólo cinco años -cinco años muy difíciles después del batacazo de la bolsa de Nueva York en 1929, el avance del fascismo en Italia y Alemania y caída de la peseta-, que, si les restamos los dos del bienio negro, quedan reducidos a tan sólo tres. Tres años de incesantes reformas: constitución de 1931, separación Iglesia y Estado, reforma agraria, reforma del ejército –España era el país de Europa que tenía más generales por metro cuadrado-, secularización de cementerios, casamiento civil, divorcio, lucha contra el analfabetismo, escuela laica, etc. etc. Quizás el gran pecado de la República fue querer recuperar en unos pocos años varios siglos de inercia.

En lo que concierne a la cultura su labor fue enorme. A más de la creación de numerosas escuelas –muchas más que todos los gobiernos que le habían precedido-, la República abrió bibliotecas, casas de recreo y cultura e incluso patrocinó un teatro ambulante, “La Barraca”, que, en manos de Federico García Lorca, llevaba a los más alejados pueblos de España las delicias de nuestro teatro clásico.

¿Por qué tanto afán pedagógico y culturalista? La razón es obvia y se venía repitiendo desde el siglo XVIII: casi todos los males de nuestro país tenían el mismo origen: la ignorancia y el analfabetismo. Hora era ya de superar aquellos años de oscurantismo en los que epidemias, sequías, hambrunas y otros males parecidos se intentaban atajar con procesiones, reliquias de santos, novenarios y quema de brujas.

A España, aunque tarde, le llegó su oportunidad en 1931. Se imponía crear una escuela moderna, que fuese capaz de acabar para siempre con el analfabetismo; para ello era indispensable separarla de curas y frailes. Si en los muchos siglos que la Iglesia había tenido la enseñanza en sus manos, no había logrado acabar con el analfabetismo (lo cual no quiere decir que acá o allá no hubiesen surgido dentro de ella casos dignos de elogio; baste, como ejemplo, Andrés Manjón), estaba claro que no era ese el camino. Como en Francia, también en nuestro país se impuso la escuela “gratuita, obligatoria y laica”, pero hubo en los receptores de la reforma una gran disparidad entre los dos países: mientras que la derecha del país vecino se limitó a denostar contra los maestros que retiraron el crucifijo, llamándolos “los maestros del diablo” y otras lindezas parecidas, aquí se les condenó a muerte. En cuanto se les presentó la primera ocasión –la felonía de varios militares contra la República-, allí estaba la flor y la nata de la beatería española azuzando a los pelotones de ejecución contra intelectuales y maestros. Eran los mismos fanáticos que siglos atrás encendían las hogueras inquisitoriales y gritaban “¡vivan las caenas!”. También los mismos que habían invitado a moros, “Legión Cóndor” alemana y “voluntarios” italianos a matar españoles; los mismos que, muy pronto, pasearían al dictador bajo palio. ¿Cuántos maestros fueron asesinados por estos “salvadores de patrias”, “cruzados del catolicismo” y asesinos enmascarados? Imposible es saberlo. Lo que sí puedo afirmar es que fueron los mejores, los maestros con más vocación y formación. Yo conocí en París a algunos de los pocos que lograron escapar.

Feneció la República después de una guerra que ella no provocó ni quiso. El tiempo y la muerte han unido en la paz de los cementerios a víctimas y verdugos. La Historia no vuelve hacia atrás y ahora nada indica que España vaya a tener mañana o pasado mañana una tercera república. Sin embargo, lo que a pesar de los cuarenta años de persecución franquista y otros muchos de olvido interesado, jamás debe morir es el espíritu que aquella República sembró: libertad, igualdad, tolerancia, progreso, cultura, laicismo… Ellos deben de ser nuestros más firmes anhelos frente a la barbarie y el fanatismo de los que, con la ayuda extranjera, lograron terminar con ella.

martes, 5 de abril de 2016

Arquitectura popular en la Alpujarra, por Francisco Gil Craviotto

Sorprende en los pueblos de la Alpujarra el blancor de sus casas y la originalidad de su arquitectura. Una arquitectura eminentemente popular, que jamás desentona con el entorno del paisaje. Tiene además el aliciente de que en ningún momento han intervenido arquitectos, aparejadores, promotores y demás calaña de especialistas ciudadanos que, sin la menor duda, la habrían adulterado y amanerado, como ya ha ocurrido en tantos pueblos y lugares de España. El aislamiento que, debido a sus malas comunicaciones, durante siglos ha padecido la Alpujarra ha obrado el milagro de que permanezca intacta esta arquitectura popular. Sólo el albañil, con su palustre, su regla y su plomo; el oficial y el peón, con sus palas y espuertas, y sin otros materiales de construcción que los que ofrece la zona –piedra, cal, lajas de pizarra, launa y las maderas de álamos y castaños-, han conseguido crear estos pueblos encalados y floridos que, salpicando de blanco el paisaje, se
extienden desde las playas del Mediterráneo hasta las inmediaciones de las cumbres de Sierra Nevada o Sierra de Gádor. En los pueblos costeros, en donde ha entrado el turismo bullanguero y alborotador, esta arquitectura tradicional ha dejado paso a la del arquitecto y el promotor. En estos pueblos playeros, al lado de lo poco que aún queda de la arquitectura tradicional, es posible darse
de bruces con las consabidas casas anodinas del ladrillo visto y el cemento, siempre de numerosos pisos y ventanas simétricas, que, diseñadas por arquitectos y delineantes, lo mismo podrían estar aquí que en Sao Paulo, Chicago, Sebastopol, o en cualquier otro rincón del planeta Tierra. Sin arte, sin alma y sin gracia son la nota discordante dentro de esta arquitectura del blancor y los balcones floridos. 

El viajero necesita adentrarse en los pueblos del interior, en lo que llamamos la Alpujarra profunda, para disfrutar del encanto de los pueblos auténticos. Caracteriza esta arquitectura, además del empleo de los materiales autóctonos ya señalados, un diseño especial de la casa, siempre de dimensiones aceptables –por lo general de dos plantas, con huerto y corral-, pero lo que más llama la atención del que llega por primera vez a estos pueblos, es la gran profusión de terrazas. En la Alpujarra los llaman terraos y van cubiertos de launa, (una arcilla gris impermeable al agua) que en la época de verano también hacen de secadero de tomates y pimientos. Esta sucesión de terrazas, que achata las casas, da a los pueblos alpujarreños cierto aire de pintura cubista –casas cubistas, antes de que existiera el cubismo- que la verticalidad de las chimeneas
–blancas y armoniosas chimeneas-, desmiente. Las ristras de pimientos rojos y verdes que en verano, aquí y allá, cuelgan en las chimeneas ponen su nota de color en medio de la interminable sinfonía de blancos y grises. Otra novedad de la arquitectura alpujarreña son los cobertizos que en estos pueblos llaman tinaos. Debieron nacer del hecho de que una persona tuviera a izquierda y derecha de la misma calle una propiedad. ¿Cómo no caer en la tentación de unir por arriba ambas propiedades? Ahora parece inconcebible tal apropiación del espacio público, pero, en los siglos pasados, era la voluntad del cacique lo que prevalecía. Cobertizos que unen un lado y otro de la calle los hay en todos estos pueblos y ahora forman parte del tipismo alpujarreño que tanto entusiasma al turista extranjero. El viajero, cansado tras de una larga caminata, puede descansar a la sombra de estos cobertizos mientras contempla el paisaje. 

Hay en todos estos pueblos alpujarreños un color que se impone sobre todos los demás: el blanco. Blanco de las fachadas, blanco de las chimeneas, blanco de los cobertizos y tapias de los huertos. Desde la lejanía los pueblos son blancas manchas que salpican la inmensidad de la Sierra. La profusión de flores y macetas que adornan ventanas y balcones pone su nota de color en medio de esta interminable sinfonía de blancos.

Las tres Ritas por Francisco Gil Craviotto

Rita Maestre ha sido multada con 4.230 euros por haber mostrado las tetas en el acto multitudinario que tuvo lugar el año 2011, en la capilla de la Complutense de Madrid. El hecho, además de pecado mortal, merecedor del infierno con todas sus penas y tormentos, constituye un delito de blasfemia penado por la ley.

Cuando yo era niño y adolescente no era Rita Maestre, que naturalmente no existía, la que con sus senos al aire hacía pecar a los hombres, sino otra Rita mucho más popular y provocadora: la entonces famosísima Rita Hayworth; y, según aseguraban curas y frailes, sólo ver su película “Gilda” suponía tener billete de primera clase para el infierno. Más aún: el simple hecho de oír la canción “Amado mío”, que canta Gilda en la parte central de la película, era pecado mortal que exigía una sincera y reparadora confesión. Así estaban las cosas cuando a mi amigo José García Ladrón de Guevara, ahora importante poeta y entonces estudiante con ganas de fiesta y jarana, se le ocurrió darle una broma al eximio don Balbino Santos y Olivera, a la sazón arzobispo plenipotenciario de Granada. Era la época de las cantantes en las cafeterías que entonces las llamaban vocalistas. En Granada el café Alameda, antaño sede de la tertulia “El Rinconcillo” de García Lorca y sus amigos, se había especializado en esta modalidad folclórica. Todas las noches se llenaba la sala de un público masculino, ávido no de oír coplas de la tonadillera, sino de ver sus piernas cada vez que al grito de “¡Aire, aire!” de la clientela, se daba media vuelta. Las más atrevidas dejaban ver hasta las bragas. Era norma de la casa que el público pudiera pedir la canción que más le gustara. Unos pedían “Ojos verdes”; otros, “Mari Cruz”; y otros, “Mi jaca galopa y corta el viento”. Ladrón de Guevara, después de haber ingerido varias copas, tuvo la ocurrencia de pedir “Amado mío”, la canción más pecadora de aquellos años, y firmar la petición con el nombre del arzobispo de Granada. La chica, que no era de la ciudad y no tenía la menor idea de quien firmaba aquella petición, tomó el micro y, muy ufana y decidida, anunció: “Y ahora, a petición del simpatiquísimo Balbino Santos y Olivera, voy a interpretar “Amado mío”. Y, muy en su papel de calentadora de hombres, comenzó con voz susurrante, a cantar:

Amado mío, te quiero tanto...

No había llegado a la mitad cuando ya estaban los grises repartiendo hostias y mandobles. Hubo varias detenciones pero jamás se pudo averiguar quién había sido el autor de la broma. Treinta años después fue el propio Guevara el que me contó que había sido él. 

Ahora no es delito ni pecado cantar “Amado mío”, pero todavía lo es que una mujer enseñe los senos. Los expertos en el tema dicen que el delito no es enseñar los senos, sino el lugar elegido para ejecutar tal exhibición: una capilla de la universidad Complutense de Madrid. Al leer la noticia me he preguntado: ¿Hubiese podido Rita Maestre cometer el mismo delito en una universidad extranjera? No sé en las demás universidades del mundo, pero al menos en la Sorbona de París, donde yo hice una licenciatura de letras, Rita Maestre jamás hubiera podido cometer tal delito. La razón es obvia: no existe ninguna capilla. Los alumnos van a la universidad a recibir conocimientos y los profesores a impartirlos. A nadie se le ocurre ir a la universidad a rezar. Para eso están las iglesias, mezquitas y sinagogas. En España no es así y Rita ha podido comprobarlo en su propia persona. Ya lo decía, Fraga Iribarne, el ministro de Franco que lanzaba la policía contra los estudiantes: “España es diferente”. Claro que sí.

Si fuésemos mal pensados acaso se nos habría pasado por la mente la idea de que quizás, al sacar a relucir la “hazaña” de Rita Maestre, - algo que ocurrió hace ya la friolera de cinco años-, alguien ha tratado de restar protagonismo y poner sordina a la historia de otra Rita, la veterana alcaldesa de Valencia, la insigne Rita Barberá, la mujer que desde hace unos días viene ocupando la primera plana de todos los periódicos. Ahora no se trata de exhibición de tetas ni de película erótica, sino del caso más insólito de mujer isla: toda rodeada de corruptos, pero ella ni los vio ni le afectó en nada tal corrupción. Todo un misterio del credo político de este país que exige un acto de fe parecido al que nos exigían cuando niños con aquello de “virgen antes del parto, en el parto y después del parto”. Se podría formular así: incorrupta antes de investigarla, durante la investigación y después de ella”. ¿Verdad que resulta hermoso para todo creyente?

Estas son las tres Ritas a las que me refería al comienzo de este artículo. ¿Con cuál de ellas se queda?