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miércoles, 25 de mayo de 2016

Aquel Corpus de los cincuenta por Francisco Gil Craviotto

Llega un año más el Corpus, la fiesta mayor de Granada. Mucho me gustaría, en un día tan señalado, poder regalar a mis lectores un magnífico y sazonado artículo. Un artículo lleno de ditirambos y citas que fuese la delicia de oficinistas, tecnócratas y amas de casa; pero bien comprendo que me va a ser completamente imposible. La razón es obvia: no puedo hablar del Corpus porque casi no lo he vivido, lo mismo que tampoco podría hablar del fútbol, por ejemplo, porque jamás he presenciado un solo partido (no cuento, evidentemente, los que vegeté a la trágala en mi desdichada época de internado), ni puedo hablar de boxeo o los toros por la misma razón. Mi infancia no transcurrió en Granada y el Corpus de aquellos lejanos años, que sin duda hubiese sido el que me habría dejado mayores recuerdos, ahora tan sólo es, sin la menor nostalgia, una indefinible ausencia. Cuando ya, a comienzos de la mocedad, todavía en la pupila el verdor de los trigales de mi pueblo, comenzó mi vida en Granada y, con el correr de los meses, aparecieron las fiestas, el Corpus me dio la sensación de una repetición del día de San Marcos de mi aldea, pero elevado a la enésima potencia. Más gente, más ruido, más calor y bullicio.

Si hago un poco de memoria, las imágenes que me vienen a la mente son las de unas calles cubiertas con tela de saco y alfombradas de juncia y mastranzo, abarrotadas de gente que espera o acaba de ver la procesión. Otra imagen que tampoco se me va de la cabeza es la de unas catetas, gordas y sudorosas, que caminan descalzas, con gesto dolorido y los zapatos en la mano. Seguramente iban en busca del coche “pirata” o del tranvía –entonces Granada estaba unida  a su periferia por una importante red de tranvías que la mediocridad de los políticos de entonces se cargó poco después-, que las llevaría a su pueblo. Las instantáneas que conservo del ferial –en aquella época, en el Parque del Violón, ahora convertido en aparcamiento subterráneeo-, tampoco son demasiado halagüeñas. Si voy seleccionando los recuerdos a través de los sentidos, el olfato me trae olor a frituras, tufillo de sudor y una insoportable mezcolanza de regüeldo y vomitera; el oído estridencias de altavoces, gritos y pregones de feriantes; la vista, luces que se encienden y se apagan, disonancias de colorines y caras desconocidas que pasan sin cesar, gente, tumulto; y, por último, el tacto, me trae codazos, empujones, sensación de incomodidad y estorbo.

Para mí sólo había dos aspectos aprovechables del Corpus: las “carocas” y la revista. Las primeras por lo que tenían de sátira social, aunque con la censura del régimen, nunca llegaban muy lejos; la segunda, porque era la única manera de ver mujeres semidesnudas y esto sólo ocurría una vez al año. Todo lo demás –ferial, toros, fútboles, etc. etc.-, me resbalaba o, para ser más exactos, me repugnaba. ¿Tendré que añadir que soy un bicho bastante raro? ¿Será necesario insistir en que me salgo de lo normal, en que –como ya me han dicho en más de una ocasión-, no sé disfrutar de lo bueno y, lo que es peor, tampoco sé hacer el paripé de que lo estoy pasando bomba? Me parece que no. Sigo con el hilo del relato. Yo ahora no sé si sólo resistí un Corpus o si mi heroísmo llegó a dos. Sin atreverme a poner la mano en el fuego, me inclino más por la primera hipótesis. Para el caso es igual. Lo cierto es que, para cuando llegó el tercer Corpus –tal vez ocurrió en el segundo-, ya tenía yo mi tabla de salvación. Mejor aún: mis tablas de salvación, pues siempre fueron varias. Se llamaban –y se siguen llamando- Alhambra, Generalife, Albaicín, Jesús del Valle, Cahorros, Fuente de la Bicha y más allá... Había descubierto que en esos días estos lugares quedan en el olvido total y, en consecuencia, se convierten en retazos de paraíso. ¡Qué paz, qué sosiego, qué limpidez de aguas y hermosura de alamedas! De la mayoría de ellas, dicho sea de paso, ya no queda ni la tierra donde se asentaban. Primero iba solo, sin más compañía que mis pensamientos, pero después encontré compañera. Desde entonces, a la belleza del paraje, en una época en la que incluso besarse estaba prohibido por decreto, se unía la delicia de tener al lado otro cuerpo y disfrutarlo en la soledad del campo.

Algún tiempo después comencé a escribir en el periódico “Patria”, pero esto no cambió en nada mi situación. Si yo tenía que cubrir alguna información, siempre me las arreglaba para que fuese marginal a la fiesta, exenta de alharacas y ruidos: comentario de un libro, visita a un pintor, músico o escultor, etc. Los demás, encantados de que dejase para ellos toros, fútboles, boxeos, tiro al pichón -¿me hubiesen publicado una sola línea de lo que yo opinaba, por ejemplo, del tiro al pichón?-, y otras “lindezas” parecidas. Recuerdo que a uno de mis compañeros, José Félix Quesada, se le había metido entre ceja y ceja que yo debía ir a los fútboles. ¡Pobre! Ya está muerto. ¡Cómo debí decepcionarle cada vez que me negué a tomar la entrada que me regalaba! Hasta que por fin comprendió que era una cuestión de principio: yo no podía perder dos horas de mi vida, que no sabía si sería larga o corta, viendo a unos tipos, vestidos con pantalón corto, corriendo detrás de una pelota. Mucho menos viendo como un ser humano –al menos por tal pasa-, vestido con traje de luces, se ensaña con un toro, que nada le ha hecho.

Unos años más y me marché a Francia. Desde allí, naturalmente, era imposible estar al tanto del Corpus. Ni siquiera es fiesta. Un día como otro cualquiera. Las pocas veces que mis vacaciones coincidieron con esas fechas, procuré pasarlas en la playa. No obstante, en uno de estos viajes, un día supe que el ferial lo habían llevado lejos, muy lejos –un gran alivio para los habitantes de la zona-, porque el bullicio, el ruido y las músicas locas, habían alcanzado tal intensidad, que no había vecino que las soportara. Ahora, un par de décadas después, ya están ideando los políticos un nuevo y quizás definitivo traslado.

Este año, con el Corpus a las puertas, aún no tengo decidido dónde pasaré ese día. De lo único que estoy seguro, segurísimo, es de que, si estoy en Granada, no voy a ir a ver la procesión, no visitaré el ferial, nadie me verá en los fútboles y mucho menos en los toros y que ese día no voy a estrenar ningunos zapatos. Sí, es verdad, soy un bicho raro, lo acepto. Pero, mientras no me demuestren lo contrario, creo que estoy en mi derecho.

domingo, 8 de mayo de 2016

El Papa enamorado por Francisco Gil Craviotto


La verdad es que no ganamos para sorpresas. La última nos viene del Palmar de  Troya, sede de la secta católica del mismo nombre: su máximo dirigente, el “papa” Gregorio XVIII, acaba de colgar tiara y sotana. Razón aportada por el desde ahora expapa: ha perdido la fe. Pero a esta razón, puramente religiosa, hay que añadir otra sentimental: el papa Gregorio ha encontrado su media naranja. La agraciada es una granadina, se llama Nieves Triviño y es natural de Monachil, pueblo de las estribaciones de Sierra Nevada, a muy pocos kilómetros de la capital, donde ejerce como “animadora sociocultural” del pueblo. La prensa ya ha adelantado que tendremos boda en agosto o septiembre. Toda una mina para las revistas del corazón. Seguro que más de una la calificará de la boda del siglo.

La secta del Palmar de Troya ya se hizo famosa hace algunos años por su peregrina decisión de elevar a los altares a las dos figuras cumbres del fascismo español, Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera. Ahora, cuando sus adeptos posiblemente esperaban la santificación de Pinochet y Videla, acaso también la de Hitler y Mussolini, se han encontrado de pronto con este inesperado jarro de agua fría: no es la incorporación de un nuevo santo a los sangrantes altares eclesiásticos lo que nos ofrece la secta, sino la irrevocable renuncia de su jefe indiscutible, el papa Gregorio XVIII, a supuesto supremo.

La decisión del expapa Gregorio, es tan insólita, que merece toda nuestra atención. No conocemos ningún caso parecido ni en la Iglesia de Roma ni en la novísima del Palmar de Troya. Amores papales claro que ha habido en la Iglesia de Roma, pero jamás produjeron el cese de ningún papa. El más prolífero en amoríos fue sin duda Alejandro VI, más conocido por el Papa Borgia, que durante toda su edificante y ejemplar vida fue repartiendo con la misma generosidad semen y santos venenos, pero jamás se le pasó por la cabeza renunciar a su cargo por ninguna mujer. En la literatura sí encontramos un caso parecido, aunque el protagonista no llega a la categoría de papa. Nos lo ofrece Merimée en una obrita, “El Teatro de Clara Gazul”, integrada por varios relatos cortos cuyas acciones transcurren en distintas ciudades de España. El primero de estos cuentos lo sitúa Merimée en Granada en los comienzos del siglo XVIII. Una gitana ha sido denunciada a la Inquisición por brujería y peligra ser quemada en solemne auto de fe. Pero ocurre que la gitana es de una belleza perturbadora y el inquisidor mayor de la ciudad cae locamente enamorado de ella. Una noche de insomnio y pecado el inquisidor cuelga la sotana, baja a las mazmorras inquisitoriales, libera a la gitana y ambos huyen a caballo desde Granada a Gibraltar, recién conquistada por los ingleses, donde la pareja encuentra refugio. El amor ha triunfado sobre el fanatismo –no podía ser de otra manera en un escritor romántico- y el inquisidor, gozoso y enamorado, ha sacrificado su puesto y dignidad social por una mujer. Pero, en el caso de Merimée, sólo se trata de un cuento. Un cuento que el autor ha enfocado como mejor le ha parecido, sin que nadie pueda asegurar cómo habría terminado esta historia si se hubiese dado en la realidad. En cambio, en el recién estrenado culebrón del papa Gregorio, se trata de personajes reales, tan reales que podemos visitarlos, hablar con ellos y verlos casi a diario en la tele, y el resultado es el mismo: el amor ha triunfado sobre el fanatismo. ¡Extraordinario y admirable triunfo de Cupido que, aunque lo pintan ciego, parece que a veces atina con sus flechas!

Pero hay otro aspecto en la declaración del expapa Gregorio que también merece meditación. Es el relativo a la fe. El papa dice que ha perdido la fe. Seguro que no es el primer caso de persona vinculada a una creencia religiosa que termina dándose cuenta que todo no es más que una sarta de mentiras, pero que, una vez en la cúspide, ese descubrimiento le aparte del sillón al que ha llegado, es rarísimo. En literatura conozco dos casos de curas que han perdido la fe, son decididamente ateos, pero siguen ejerciendo de curas hasta su muerte. El primer caso es “L ́Abbé Jules” de Octave Mirbeau y el segundo, “San Manuel Bueno y mártir” de Miguel de Unamuno. Dos novelas de extraordinaria calidad literaria. En ambos casos los curas han perdido la fe, pero siguen impertérritos en sus puestos hasta que la muerte se los lleva. El papa Gregorio es más consecuente con sus ideas y prefiere colgar sotana y tiara y apuntarse al paro. Seguro que ya hay más de uno deseoso de ocupar su puesto y, antes o después, los vecinos del Palmar de Troya, (también conocido por “el Vaticano español”), verán la fumata blanca, señal inequívoca de que la secta tiene un nuevo papa.

Mientras tanto el expapa Gregorio, ahora Ginés Jesús Hernández a secas, sin sotana ni tiara, pero con una hermosa mujer en la cama, habrá comenzado a disfrutar del amor y hasta es posible que, con un poco de suerte, haya encontrado un trabajo que le permita vivir feliz al lado de su compañera. Si hubo un rey de Francia que hizo famosa aquella memorable frase de “París bien vale una misa”, también, en contraposición, puede haber desde ahora otra mucho mejor: “Renuncio al papado por una mujer”. ¿Habrá mejor homenaje al amor?

martes, 3 de mayo de 2016

El Quijote y los niños de mi generación por Francisco Gil Craviotto




Los niños de mi generación –hablo de los niños de los años cuarenta- aprendimos a leer en el Quijote. Lo cual es tanto como decir que los niños de mi generación crecimos odiando el Quijote. Yo no sé en las otras escuelas, pero en la de mi pueblo, a este último grado de sabiduría lectora, se llegaba después de haber pasado tres cartillas elementales y un edificante libro de lecturas escolares. Sólo entonces enviaba el maestro un papelito a los padres diciendo que el niño ya estaba en condiciones de poder pasar a la Enciclopedia Dalmau, para las lecciones de memoria, y al Quijote elemental, para las lecturas.

La Enciclopedia Dalmau respondía al sueño de Diderot y sus amigos –incluir en un solo libro todo el saber de la humanidad-, pero reducido a nivel infantil y presidido por los criterios de los que detentaban el poder en la España de la época. Esto explica que cada dos por tres apareciese un poema a los gerifaltes del fascismo español: a Franco, a José Antonio Primo, a Mola, a Queipo de Llano... Nosotros no teníamos obligación de aprendernos de memoria más que el primero de los poemas que he enumerado: el poema a Franco, ditirámbicamente titulado: “A Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España”. Lo firmaba un tal M. Machado (años después supe que la M. era la abreviación de Manuel) y había que aprenderlo tan impecablemente bien que todavía puedo recitarlo sin titubear:

Caudillo de la nueva reconquista.
Señor de España, que a su fe renace.
Sabe vencer y sonreír y hace
campo de paz la tierra que conquista.


Era norma entre los chicos de la escuela –casi una tradición que iba pasando de unos a otros, en cuanto recibíamos la enciclopedia, (había que pedirla a Granada y tardaba casi un mes en llegar), ir a las páginas de geometría y buscar la palabra “cono”, para inmediatamente, sobre la pulcra y castísima n, estampar la tilde de la pecadora ñ. Con la transformación resultaba graciosísima la definición que seguía: “Cuerpo geométrico formado por una superficie curva y otra plana y circular...” Yo no hice nunca tal transformación, no por falta de ganas, sino por temor al infierno. Ir al infierno por una tilde me parecía demasiado castigo para tan poco placer. Huelga añadir que entonces yo era muy creyente.

Complemento de la enciclopedia era el Quijote. Se trataba de una edición infantil que sólo se diferenciaba de la de los adultos en que había sido suprimida  de ella toda alusión al sexo, por muy insignificante que fuese, así como todo atisbo de sátira o ironía contra la Iglesia. Episodios como el de Maritornes y el arriero o el de las dos buenas mozas que ayudaron en la venta a don Quijote a ser armado caballero andante, naturalmente, no figuraban en nuestro libro; mucho menos expresiones como “con la iglesia hemos dado, amigo Sancho” o el grito de “yo os conozco, fementida canalla”, que lanza don Quijote, en el capítulo VII de la primera parte, a los frailes de San Benito.

La lectura se efectuaba siempre por la mañana. Antes de que el maestro nos llamara a leer al lado de su mesa, a todos los otros les había dado trabajo: cuentas, palotes, página de caligrafía, etc. etc., pues en la escuela de mi pueblo convivían todas las edades y niveles; todas las edades y niveles que van, o pueden ir, de los seis a los doce o trece años. Los cuatro o cinco que habíamos llegado a esa cumbre de poder leer el Quijote formábamos círculo alrededor de la mesa del maestro. Esto venía de perlas a todo el resto de la escuela que nos aprovechaba como telón o parapeto para, mientras nosotros leíamos, hacer ellos de las suyas: pintar obscenidades en las pizarras de mano que cada uno tenía, cazar moscas (a las que, luego de sacarles las tripas, se les ponía un papelito en el culo y salían volando tan campantes), hacer apuestas o jugar a lo que se les ocurriese. Todo esto, unido al rumor de los que estudiaban la tabla, (dos por dos, cuatro; dos por tres seis...) formaba un guirigay que, a pesar de la poca distancia que nos separaba del maestro, nos obligaba a leer a gritos. No era raro que el maestro interrumpiese nuestra lectura para gritar desde su mesa: “Fulanito y Perenganito, de rodillas, en el pasillo”; otras veces se levantaba y comenzaba a repartir sopapos entre los más díscolos.

Nosotros leíamos lo que veíamos escrito, sin más obligación que la de pararnos en los puntos, hacer la entonación interrogativa o exclamativa cuando venía al caso y procurar que lo que pronunciábamos coincidiese con lo que estaba escrito en el libro. Pensar que aquello tuviese un sentido, que hubiese en aquellas páginas una historia, llena de humor y dolor y contada con un estilo impecable y una amarga ironía, era algo que a ninguno de nosotros jamás se nos pasó por la cabeza. Como por otra parte, la mayor parte de las palabras que leíamos no sabíamos lo que significaban, nuestro trabajo quedaba reducido a un ejercicio de simple mecánica de lengua y garganta que lo mismo lo habría realizado –acaso mejor- cualquier loro o cotorra que hubiese aprendido a leer. Si después de la lectura de aquel primer capítulo, tantas veces repetido, a alguien se le hubiera ocurrido decirme que “duelos y quebrantos” y “salpicón” eran dos platos de cocina, tan asequibles y hacederos como pudieran serlo nuestras migas y cocido, me hubiese quedado de piedra. Más aún cuando se trataba de expresiones que ninguno de nosotros jamás había oído antes, como aquel famoso grito que don Quijote lanza a los molinos de viento: “¡Non fuyades, cobardes y viles criaturas!”

Esta fatalidad de leer por obligación y sin comprender lo que leíamos, creaba en nosotros una antipatía hacia el libro y su autor que, al menos en mí, llegó hasta casi la edad adulta. Cuando el maestro nos dijo que Cervantes había sido herido en la batalla de Lepanto y quedó para siempre inútil del brazo izquierdo, nuestro pensamiento inmediato fue lamentar que la bala no le hubiese dado en la mano derecha. Tal era la antipatía que nos producía aquel libro de obligada e ininteligible lectura.

Fue rozando ya la edad adulta, estudiante a la sazón de los últimos cursos de bachillerato, cuando al fin me reconcilié con el Quijote y luego con el resto de la obra cervantina. Pasé, tras un bandazo de 360 grados, del más iracundo odio, a la admiración más enfatizada y sincera. Ahora me parece que no hay un solo libro mío en el que el atento lector no perciba la huella de la rumia nutricia de la obra de Cervantes. Lo cual no quiere decir que imite servilmente el estilo del indiscutible maestro o que escriba como si viviese a comienzos del siglo XVII. El alimento cervantino va, naturalmente, por dentro.


Este ha sido mi caso, pero ¿y los otros niños de mi generación que tuvieron que tragarse el Quijote como si fuera un purgante? ¿No habrán quedado para siempre vacunados contra el libro más hermoso y genial de nuestra literatura?


Este año 2016, con motivo del 400 aniversario de la muerte de Cervantes, su obra maestra vuelve a estar de moda. Lo cual es tanto como decir que Cervantes y el Quijote corren el peligro –sobre todo en los niños-, de producir el empacho. Si los maestros de ahora no saben dosificar y explicar de una manera sencilla y atrayente el contenido de la obra, es posible que, una vez más, se repita la historia y toda una generación de españolitos quede para siempre vacunada contra el libro más hermoso y genial de nuestra literatura. Sirvan, pues, las líneas que siguen de previsora advertencia en estas fechas de abril que preceden a la fiesta del libro.